Cruzando la frontera Camboya-Tailandia

Hay muchos lugares a los cuales uno llega como invitado de honor, pero la salida depende por completo del anfitrión.

Después de tres o cuatro días en Siem Reap en Camboya, ya como que visitar templos budistas comienza a aburrir. Sobre todo cuando uno llega sin haber leído nada sobre la historia de la región y sin siquiera haber visto a Angelina Jolie en Tomb Rider. Lo más chonguero es entonces jugar con los macacos en Angkor Wat, invitarles comida, prestarles la cámara de fotos, simular que se les está haciendo una entrevista de trabajo.

El aburrimiento entonces nos indicó que había llegado la hora de partir. El siguiente destino: Bangkok.

Tomamos un tuk-tuk rumbo hacia el aeropuerto. Angkor Wat es un lugar tan emblemático y una atracción turística tan popular que la ciudad de Siem Reap tiene aeropuerto internacional propio. El vuelo a Bangkok tomaría solamente una hora y costaría menos de $100.

Por algún extraño motivo nuestro colaborador J le pidió al conductor que diera media vuelta y nos devolviera a Pub Street. “Tenemos que viajar como si fuésemos locales” dijo J, “es la manera de vivir los viajes.”

—Ah sí? Y cómo es eso?
—Iremos por tierra, en un bus local sin ningún tipo de lujo

Y así fue que regresamos al guest house y compramos pasajes de bus hacia Bangkok (“de chipest uan”, pidió mi compañero). Nos indicaron el lugar en donde nos recogerían a medianoche. Finalmente el bus pasó a las 4am pero esa es otra historia.

Dos horas después llegábamos a Poipet, el pueblo fronterizo Camboya-Tailandia. Eran las seis de la mañana. La mayoría de los demás viajeros iniciaban su día laboral. Vivían en Camboya y trabajaban en Tailandia. Los oficiales de migraciones eran muy eficientes. La fila avanzaba con facilidad… hasta que les tocó el turno a los dos peruanos de cojudeces.com.

El oficial de migraciones nos pidió nuestros pasaportes, escrutó nuestros cacharros, llamó a uno de sus compañeros, le entregó nuestros pasaportes y luego nos indicó que siguiéramos a su compañero a una oficina aparte.

Todas las indicaciones nos las comunicaban en khmer, el idioma local, y obviamente nosotros no entendíamos ni un carajo pero de chibolos habíamos visto Rambo II, y unas cuantas pelis de Chuck Norris (Prisionero de Guerra I, II, y III) así que sabíamos que estábamos a merced de su majestad el Rey de Camboya.

Como escribió Sir Richard Francis Burton acerca de sus expediciones en Africa sub-sahariana: hay muchos lugares a los cuales uno llega como invitado de honor, pero la salida depende por completo del anfitrión. Ahí nos encontrábamos, en Krong Poi Pet, en un cuartel policial semi destruido. Nos indicaron que tomáramos asiento en unas sillas viejas y enclenques.

Cuarenta y cinco minutos de nerviosismo fueron interrumpidos por el capitán Koi Man. Por su estatura, uniforme, y edad era evidente que era un oficial de rango respetable. Nos habló en inglés.

—Caballeros, tengo en mis manos sus pasaportes –dijo Koi Man
—Señor Capitán, sin intención de ofender, por qué nos tienen detenidos? —dijo J.
—Mi amigo es abogado –comenté.
—No se preocupen por nada, caballeros, ustedes han sido seleccionados estrictamente al azar. Espero que no los hayamos incomodado.
—Para nada Señor Capitán. –dijo J.
—Como ustedes saben, caballeros –continuó Koi Man– al otro lado de la frontera el tráfico de drogas recibe la pena máxima: la muerte.

Koi Man hizo una pausa, dio un paso adelante, y continuó:

—Aquí en Camboya, a raíz de nuestra historia reciente, no queremos actuar de manera tan inhumana. Aquí en Camboya, simplemente, si encontramos a alguien con material pornográfico, lo invitamos a pasar un tiempo poco cómodo en nuestras cárceles.

“Un tiempo poco cómodo...” repitió Koi Man como si estuviera hablando solo. Luego extendió una mano hacia nosotros y, alzando la voz, dio la siguiente orden:

–Señores... entréguenme sus teléfonos móviles!
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